El oro y el fango: Que la orquesta siga tocando

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«Desde hace mucho tengo la sensación de estar viviendo desde dentro el final de algo que fue bonito mientras duró: hablar de música, de músicos, de discos, de canciones, de directos…»

 

Juan Puchades está convencido de estar viviendo el final de un tiempo y un género: el periodismo musical. Para confirmarlo (o no), relata una jornada repleta de encuentros, alguno casi en la tercera fase.

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

Con Igor Paskual llevábamos unas semanas planeando turistear un poco por Valencia aprovechando uno de sus viajes. Llegado el día, y cervezas de por medio, nos liamos un tanto (con Igor estas cosas pasan), y nos limitamos a pasear por el casco histórico mientras se asombra ante alguna gárgola pajotera que se le había escapado en visitas anteriores. Acabamos comiendo tarde en un restaurante del Carme. Cuando vamos a abandonar el local, el camarero que nos ha atendido se anima y me pregunta si soy quien soy, le respondo afirmativamente y me recuerda que es un periodista musical y cultural que durante años estuvo trabajando en un periódico local de referencia. Nos vimos solo alguna vez, y hace mucho de ello, de ahí mi despiste. Nos cuenta que hace un año dejó el periodismo, que siente que se está acabando, y que junto a unos socios ha montado ese restaurante. Por supuesto, en estos tiempos atroces tirar adelante no está siendo fácil, pero se alegra de haber abandonado la prensa: prefiere pelear desde su restaurante. Igor y yo salimos a la calle, andamos unos metros en silencio y, más o menos al unísono, exclamamos «¡Joder!». Y nos lanzamos en tromba a comentar lo impactados que hemos quedado: porque durante la comida hemos estado hablando, precisamente, de lo duro que está esto de la crítica musical y, de pronto, la realidad, con toda su crudeza, ha salido a nuestro encuentro de la forma más inesperada. Y es que el periodismo se muere; así, en general, pero el musical particularmente.

Desde hace mucho tengo la sensación de estar viviendo desde dentro el final de algo que fue bonito mientras duró: hablar de música, de músicos, de discos, de canciones, de directos… Temo que no hay vuelta atrás, y no revelo ningún secreto del sumario si digo que todos los que andamos en esto estamos pasándolas bastante putas, que la supervivencia comienza a ser extremadamente complicada y que al paso que vamos muchos medios acabarán cerrando (el modelo de webs gratuitas, con la publicidad completamente retraída y a precios de baratija, es inviable) y muchos de nosotros tendremos que reciclarnos a otra cosa, quizá nos espera abrir una ferretería o (casi más triste) un bar en el que, detrás de la barra, como aquellos marineros tan literarios o cinematográficos que reconvertidos en camareros narraban a quien quisiera escuchar las batallas de sus travesías, nosotros, mientras trasegamos copas, castigaremos a una parroquia desinteresada con los relatos de nuestros lejanos días de gloria.

Por la noche, en el backstage de un (imponente) concierto de Loquillo (por eso Paskual andaba por la ciudad, aprovechando para presentar su libro «El arte de mentir»), aparece el bueno de Carlos Tarque, nos ponemos de palique y me pregunta por la salud de Efe Eme, soy sincero y le explico que las cosas van renqueando. Él me habla de las dificultades de su grupo, que son las comunes a cualquier banda o solista en este momento (el IVA ha sido la puntilla que necesitaba el sector). Todos estamos jodidos. Más que nunca, unos y otros viajamos en un barco cuyo destino desconocemos aunque auguramos tenebroso. Me hago, una vez más, esa pregunta que tanto me persigue últimamente: ¿por qué diablos sigo en esto? Supongo que porque, hoy como siempre, continúo necesitando la música para vivir, para respirar, o tal vez porque, llegados a determinado punto, inconscientemente he decidido que merece la pena suicidarse por lo que crees, por hacer lo que quieres y te apetece, por las canciones de, por ejemplo, los que me he tropezado en las últimas horas: Igor Paskual, el Loco, Carlos Tarque, Josu García (guitarrista de Loquillo y maravilloso francotirador del rock acústico bohemio con La Tercera República). Por las de ellos y por las de tantos más. Puede que sea por eso, por esa sensación extraña y difícil de explicar que te asalta cuando sabes que va a salir el disco nuevo de alguien y, con suerte, su escucha te pondrá el espíritu patas arriba, el contador de emociones se disparará e imperiosamente necesitarás escribir sobre él, desgranarlo, transmitir las sensaciones que te ha deparado, como ahora mismo deseo hacerlo sobre los nuevos de Ariel Rot, Lapido o Particulares. Puede que todo se reduzca a eso.

Horas después, mientras en un taxi atravesamos una de las zonas para nuevos ricos que han florecido en la última década en esta ciudad desquiciada, el Loco, su manager, un taxista aficionado a los Rolling Stones (como lo oyen) y yo somos testigos de un fenómeno casi paranormal: mientras en el coche suena ‘Under my thumb’, a nuestro lado se sitúa un largo autobús con el logotipo «Discobús» rotulado en el lateral. Tras unos cristales tintados de brillante cyan, vemos las sombras de cuerpos bailando… Pienso que, en realidad, el «avistamiento» es a la inversa, y que los que viajamos en el vehículo (incluyendo, por supuesto, al taxista stoniano), somos los seres de otro planeta, comentando justo en ese preciso instante lo impactante de ‘Under my thumb’, cómo se adelantó décadas a su tiempo (sí, José Lapuente, es de 1966, pero si nos cuentan que se grabó ayer, nos lo creeríamos). Si nos oyeran los del autobús bailongo nos mirarían raro, como si ese taxi fuera una nave espacial procedente de quién sabe dónde (¡el planeta Patillas!), conversando emocionados sobre viejos temas de rock and roll que solo a unos pocos nos importan algo. Ese bus puede que sea reflejo del mundo que habitamos, mientras que nosotros pertenecemos a otra cultura, a otra civilización. Una en la que no solo nos gusta la música, sino también hablar de ella, desentrañar las historias que la rodean, conocer los detalles, las fechas, cómo se hicieron los discos, quién los produjo, quiénes tocaron, situarlos en su tiempo, analizar los porqués…

Quizá la respuesta a mis interrogantes interiores es que somos los últimos pirados de una tribu que se niega a extinguirse y, como la orquesta del Titanic, dejaremos que la música siga sonando hasta el final. Sí, tal vez esa sea la respuesta a las preguntas a las que tantas vueltas doy últimamente. O no. Nunca se sabe, que desconfío de quienes están cegados por la razón y prefiero vivir en la duda constante. Es más doloroso pero más saludable.

Anterior entrega de El oro y el fango: Los caminos de las canciones son inescrutables.

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