El oro y el fango: En el vagón de cola

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«Son más indies que los indies, pero a los medios indies nunca les interesarán: si acaso, el día en que haya que redactar la inevitable necrológica; que, por la razón que sea, los muertos siempre tienen tirón. Moraleja luctuosa: tu carrera vale más difunto que en vida»

Esta semana, en «El oro y el fango», Juan Puchades habla de los músicos que viajan en el vagón de cola de la música popular, los que nunca llegan a los medios, los que malviven por su creatividad, los realmente independientes.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

«Somos como una enfermedad…
crónica. Solos con nuestra música,
viajando en el vagón de atrás.»

José María Guzmán.

 

Esos versos de la canción «Somos», de Guzmán –uno de los más finos (y desconocidos por el gran público) estilistas del pop español–, dan buena medida del estado de cosas en la música popular española: la de ese gigantesco vagón de cola en el que viajan centenares (probablemente miles) de creadores: los que viven ajenos a los grandes medios, los que han hecho de su arte necesidad y no negocio, los que intentan sobrevivir como mejor pueden, alentados por su vocación de contar historias en los tres o cuatro minutos que dura una canción. Pase lo que pase, y estén las cosas como estén. Los que viven en permanente estado de crisis. Los que saben que el destino no les deparará más que seguir a su aire, grabando discos cuando buenamente puedan, reuniendo con paciencia el dinero para la grabación y la edición: guardando una parte pequeña de cada bolo ofrecido en minúsculos garitos, con un segundo trabajo puramente alimenticio (relacionado, o no, con lo musical), renunciando a vacaciones (¡¿eso qué es?!) y viajes (con suerte, estos caen cuando una actuación los traslada fuera de su provincia, y el turismo se ciñe a lo que se ve desde la ventanilla del coche o la furgoneta), o echando mano de cónyuges, familiares o amigos que creen en ellos. Luego, las mil copias del disco quedarán almacenadas en casa –si ha habido cierta fortuna, una parte alcanzará a llegar a alguna tienda, generalmente la FNAC, hasta que regresen al hogar con la temida devolución–, y cada (escasa) noche de concierto saldrán no solo con la guitarra bajo el brazo, también con la caja de cedés, a la espera de que, tras el show, previo anuncio desde el escenario, se pueda colocar una docena de copias entre aquellos que han acabado felices tras el espectáculo.

Se mueven en la canción de autor, en el pop o en el rock, son los verdaderamente independientes, más indies que los indies, pero a los medios indies nunca les interesarán –si acaso, el día en que haya que redactar la inevitable necrológica; que, por la razón que sea, los muertos siempre tienen tirón. Moraleja luctuosa: tu carrera vale más difunto que en vida–, en muchas ocasiones por poco modernos (la modernidad musical suele ser cual dedo mojado en sal y clavado en ojo), en otras porque, simplemente, son «muy mayores» y no entran en el «target» del medio –una calva, unas canas o unas arrugas, ya se sabe, resultan poco atractivas reproducidas en CMYK o en RGB–, o porque siempre están con lo mismo, instalados en el mismo lugar… las razones pueden ser variopintas, pero siempre crueles.

Puede parecer una vida triste, incluso absurda e innecesaria (¡que lo dejen todo y se busquen un trabajo! Puede clamar más de uno al leer esto). Sin embargo, en esos discos, en bastantes de esos conciertos, se oferta mucha de la mejor música de este país. La que ha nacido en completa libertad –toda se supone que ve la luz de ese modo, fruto exclusivo de la inspiración, pero no siempre es así, que los intereses en ocasiones son muchos–, la que no se ciñe a ataduras de ningún tipo, la del que sabe que no tiene que pensar en un single para sonar en la radio pues esta hace tiempo que les cerró las puertas (suponiendo que en alguna ocasión estuvieran abiertas, o levemente entornadas), ni se rodará un clip para pasarlo por la tele pues para ellos no hay televisión que valga (si tienen un amigo que se dedique al audiovisual, quizá filmen un vídeo, condenado a Youtube y a ser visto por algunos de sus seguidores o «amigos» de Facebook, poco más). Pero esa es la música, en definitiva, del que cree en lo que hace y vive por y para ella, para su arte.

Si lo pienso bien, muchos de mis artistas favoritos, y de los discos que atesoro con más cariño, de aquellos a los que regreso con mayor frecuencia, son de esos que como cantaba Guzmán viajan en el vagón de atrás, pues la buena música y las emociones que transmite no sabe de marcas discográficas, de etiquetas o de vagones de preferente (dejemos estas cosas para otros). Como oyente me parece bien, pues con la música solo busco instantes de placer y/o de felicidad, aunque como profesional de la crítica musical sufro al ver que tanto talento está condenado al ostracismo, a la indiferencia, al desconocimiento.

Finalicemos con algunos versos de la misma canción de Guzmán, que bien pueden ilustrar la situación, cuando todo reside, sencillamente, en el vientre y en la voz para cantar (o en los oídos para escuchar…). Ni más ni menos:

«No hay novedades en el frente,
las cosas siguen como están,
arriba está la misma gente
y aquí abajo los demás.

Con mis amigos los de siempre, mis
compañeros del metal,
con la música en el vientre
y la voz para cantar»

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Los cuatro primeros años de El oro y el fango” se han recogido en un libro que solo se comercializa, en edición en papel, desde La Tienda de Efe Eme. Puedes adquirirlo desde este enlace (lo recibirás mediante mensajería y sin gastos de envío si resides en España/península).

 

 

 

 

 

 

Anterior entrega de El oro y el fango: «La ley que nunca fue».

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