El oro y el fango: El ruido de fondo

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«Es el ruido de fondo con el que convivimos constantemente, no importa la circunstancia. La vida moderna nos ha llevado a concluir que debemos permanecer constantemente entretenidos y, para ello, un televisior es de lo más efectivo o, en su defecto, algo de música…»

 

Juan Puchades relata algunas experiencias personales con la música transformada en mero ruido de fondo como argumento principal.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

Durante más semanas de las que quiero recordar, todas las mañanas he acudido puntual a una clínica fisioterapéutica, en lo que tenía mucho de involuntario ejercicio masoquista. Una suerte de tormento diario al que estoicamente acabas acostumbrándote y por el que, inevitablemente, había que pasar. Un encuentro matutino con el dolor que te dejaba destrozado para el resto de la jornada.

Pero si dolorosas resultaban las sesiones de rehabilitación, la música que las acompañaba no lo era menos: unas insufribles bases new age de baratillo aderezadas con el insistente canto de unos pajaritos. Como lo oyen. Tal cual. Y así día tras día. Semana tras semana.

En cuanto tomé algo de confianza pregunté si aquello era imprescindible. Me respondieron que sí, que a los pacientes les gustaba, que era… relajante. ¡Relajante! ¡Ja! Porque hay que visualizar la escena: tumbado en una camilla, mientras una amable fisioterapeuta te lleva al límite de tu capacidad para resistir el dolor, en ocasiones yendo, incluso, un poco más allá. Tienes ganas de gritar, como aquella señora que, al fondo, lanza unos significativos alaridos. Pero tú no, tú cierras los ojos, contraes la mandíbula y te abstienes de berrear y proferir improperios solo por aquello de no perder la escasa dignidad que te queda. Y mientras esto sucede, los jodidos pajarillos siguen piando infatigables sobre su fondo new age en la idea de que te relajes. ¿Relajarse? ¡¿Quién va a relajarse ante semejante daño?! ¡Pero si con la suma de dolor físico, new age chunga y pajaritos esto adquiere tintes de meditada tortura en toda regla!

Sugerí, sin éxito alguno, que, ya puestos, preferiría algo más estridente: rock fuerte, con guitarras en primer plano, a ser posible distorsionadas y a todo volumen. No es que creyera que tal cosa fuera a relajarme, pero me parecía como más en armonía con la situación. Ni caso. Me miraron raro. Los pajaritos siguieron a lo suyo.

Por diferentes circunstancias, en los dos últimos meses también he acudido con regularidad a hospitales y consultas médicas (¡incluso soy habitual en el veterinario!). Y se agradece el silencio, sin música de fondo, solo murmullos, toses, pasos, ruedas de carritos, ascensores, poco más. Sí, siempre hay algún imbécil que tiene a bien hacernos partícipes, a los que estamos en una sala de espera, de los problemas de solvencia de su empresa hablando a voz en grito por el móvil. «Señor, que esto es un hospital, y no se puede hablar por teléfono»… En todo caso, el silencio habitual resulta reconfortante.

Por el contrario, la sala de espera de la resonancia magnética tiene mucho de locura: parece que asumiendo que el retraso es consustancial a tan solicitada máquina, alguien ha tenido la brillante idea de amenizar la demora con un televisor. Observas, durante la hora y media de tu vida que pasas allí y que se pierde para no regresar más, a la gente que te rodea: una pareja de obesos descerebrados ajenos al mundo exterior y entregados a patéticos arrumacos, él con una pierna maltrecha. Un joven deportista al que supongo lesionado, pequeño tirano perfectamente maleducado con su solícita madre, a la que solo responde con miradas condescendientes o monosílabos. Algunos solitarios leyendo abstraídos. Un padre que acompaña a su hija adolescente, cada uno perdido en sus pensamientos. Una señora con cara de circunstancias, compungida, rodeada de marido e hija de gesto grave, probablemente a la espera de conocer si el tumor que padece está muy extendido… Y el ruido de fondo persiste, el maldito televisor indiferente a todos nosotros, al que nadie presta atención, escupiendo la absurda programación matutina a un considerable volumen: una accesoria tertulia política da paso a unos ejercicios aeróbicos con los que mantendremos la elasticidad cuando alcancemos la tercera edad, entre medias, fatigosos y estridentes anuncios… ¿Quién ha sido el cretino que ha pensado que aquí, precisamente aquí, hace falta un puñetero televisor?

Es el ruido de fondo con el que convivimos constantemente, no importa la circunstancia. La vida moderna nos ha llevado a concluir que debemos permanecer constantemente entretenidos y, para ello, un televisior es de lo más efectivo o, en su defecto, algo de música… Música que habitualmente ni escuchamos pero que nos rodea a todas horas, por todas partes y que, sin darte cuenta, te taladra la corteza craneal, penetra en el cerebro y te amarga el resto del día sorprendiéndote a ti mismo mientras, horas después, tarareas incansablemente una adherente y estúpida melodía de Coti o Shakira. Algún día nos preguntaremos a qué suenan los centros comerciales, las peluquerías, los bares, las cafeterías, las tiendas de ropa, las estaciones de metro, los supermercados… a música, todo suena a lo mismo, a música triturada, vomitada cual papilla vacua e innecesaria. Es el ruido de fondo que nos persigue. La música, que puede ser (y lo es, ¡vaya si lo es!) maravillosa, transformada en la más anodina y perfecta nada. En castigo recurrente que te hace implorar por los sonidos del silencio. Bendito sea el silencio.

 

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Anterior entrega de El oro y el fango: El largo y árido verano.

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