El oro y el fango: El crowdfunding o la lucha por la supervivencia

Autor:

borja-cuellar-16-05-14

«Es consecuencia de la situación económica, de las dificultades a las que se enfrenta la cultura (particularmente la música) y de las ventajas que ofrece internet»

 

El crowdfunding se expande como una fórmula razonable para editar productos culturales en malos tiempos para la cultura.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

 

Tras unas semanas de incertidumbre, parece que finalmente el Gobierno recula y no tocará el crowdfunding para pequeños proyectos, que es en esencia para lo que nació, muy vinculado a propuestas musicales o impresas. Quienes quieran invertir en grandes proyectos que requieran de elevadas sumas de dinero (la financiación colectiva), sí lo tendrán más difícil, que los bancos no están dispuestos a perder su negocio (aunque en la práctica sigan con el grifo del crédito cerrado). En todo caso, bien está que el micromecenazgo pueda tirar adelante como lo ha hecho hasta ahora.

Desde su expansión en los últimos años, el crowdfunding ha resultado polémico, y no han faltado voces que se han alzado críticas con lo que les parece algo propio de pedigüeños. Y ya se sabe que pedir está feo. Pero esa es una imagen distorsionada de lo que en realidad es el crowdfunding, porque no se trata exactamente de limosna, sino de asegurarse la venta anticipada de un producto (si de discos o libros hablamos). Una forma de testar, sin desembolso inicial, si puedes sacar adelante una edición y cuántos ejemplares necesitas fabricar. De ese modo evitas llevarte sorpresas desagradables como que los bajos de tu cama se transformen en los próximos años en un almacén que albergue cientos de cedés, producto de un buen batacazo consecuencia del ciego optimismo en tu propia obra.

El micromecenazgo cultural no es más que un sistema de venta anticipada o de suscripción, y así hay que entenderlo. No hay nada deshonroso en recurrir a este método de financiación, que no dista mucho del de, por ejemplo, la venta anticipada de entradas de espectáculos o la suscripción a una revista: en ambos casos, pagas por adelantado. Tampoco hay que vincularlo a creadores marginales: con lo complicado que ahora mismo resulta vender un disco o un libro, y con los márgenes tan pequeños que quedan mediante los canales convencionales de distribución y venta (por no hablar de la reducción de tiendas), no debe extrañarnos que con mayor frecuencia veamos a nombres más o menos conocidos recurrir al crowdfunding: Neil Young para fabricar su Pono (el reproductor de música que él mismo impulsa) o Dave Davies para financiar un documental. Hace unas semanas era Fortu, el vocalista de Obús, quien anunciaba un crowdfunding para lanzar su primer álbum en solitario.

No, no hay que asombrarse: es lógico pretender amortizar los gastos que conlleva grabar, fabricar y promocionar un disco y, a ser posible, obtener beneficios (que es a lo que aspiramos todos con nuestro trabajo). Así que entendamos el micromecenazgo solo como una forma de asegurar edición, ventas e ingresos –o todo lo contrario: puede revelarte que tu creación no interesa lo más mínimo–. Una fórmula a la que puede acudir cualquiera y que no hay que criminalizar ni mirar con sospecha como si fuera algo indigno, solo es consecuencia de la situación económica, de las dificultades a las que se enfrenta la cultura (particularmente la música) y de las ventajas que ofrece internet. Después de todo, solo se trata de sobrevivir. Y en ello no hay el menor atisbo de indignidad.

 

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Anterior entrega de El oro y el fango: Eternamente jóvenes.

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