“El motel del voyeur”, de Gay Talese

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“Desde las filas del ya viejo nuevo periodismo, uno de sus fundadores ha hecho lo que regulaban las bases fundamentales sobre las que nació: bajar a la calle y convertir en noticia aquello que por sí misma no lo es”

 

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Gay Talese
“El motel del voyeur”
ALFAGUARA

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Tenemos ya el libro de la temporada. Desde las filas del ya viejo nuevo periodismo, uno de sus fundadores junto a Tom Wolfe –siempre los dos de punta en blanco– ha hecho lo que regulaban las bases fundamentales sobre las que nació: bajar a la calle y convertir en noticia aquello que por sí no lo es. Aunque en este caso sucede al revés, es la calle quien sube hasta Gay Talese que en enero de 1980 abre una carta en su despacho –hay documento gráfico en el libro– y no sabe muy bien qué hacer con ella. Espoleado por la reciente aparición del libro de Talese “La mujer de tu prójimo” –un estudio de campo sobre las costumbres sexuales de los norteamericanos, ahí sí que el periodista bajo a la calle–, Gerald Foos le cuenta su historia.

Y su historia es depravada y atrayente a partes iguales. Foos se considera un voyeur –un curioso compulsivo y no un depravado, aclara– desde que en la infancia espiaba a su tía Katheryn por la ventana de su habitación. Tras el periodo de instituto y su paso por el ejército, decide comprar un hotel donde podrá hacer su sueño realidad: se va a convertir en público para unos espectáculos de teatro-verité. Así que, con la complicidad de su esposa, abre unos rectángulos que simulan conductos de ventilación en el techo de las habitaciones, les coloca unas rejillas tupidas y desde el desván puede observar el gran pastelón de Norteamérica.

Talese se decide a hacer caso a la carta cuando se da cuenta de que lo que hace Foos es lo mismo que hacen los reporteros, así que pasa unos días alojado en el hotel y escucha la historia de su propietario, quedando así marcada una triple estructura narrativa, por un lado la biografía del voyeur, por otro los informes que ha ido haciendo sobre sus visitas al desván y en tercer lugar la interpretación que hace el periodista –con agudeza y embridándola bien– sobre ambos aspectos, una interpretación que nos quiere hacer creer que es sobre todo sociológica.

Es una historia curiosa, una interpretación extrema llevaría a pensar que Foos estudia a sus huéspedes con paciencia e interés de entomólogo, con un detenimiento que le hace estar horas sobre habitaciones que podían pasar por jaulas. Claro que hay sexo, evidentemente, pero tratado de forma aséptica; incluso en ocasiones se masturba, pero sobre ello lo que solivianta al mirón es la imagen de que el ser humano, cuando cree que nadie lo observa, no es más que un pobre desgraciado quejoso. Es estremecedor cuando se alían los dos factores y los diarios nos describen las dificultades para hacer el amor con sus esposas de los mutilados en Vietnam.

Gente amable la que acude a su hotel –a pesar de algunos clientes aparentemente pulcros que usan las sábanas como mantel–: mujeres solas de mediana edad que parecen llevar a cuestas todo el dolor de la humanidad, amables y simpáticas perversiones… Incluso a veces les pone –como un entomólogo– pequeñas trampas, un dinero que si cogieran nadie lo detectaría, para ver su reacción; hasta que llega un asesinato, que evidentemente no puede denunciar y que le sirve para afirmar que en los años 70 es cuando se rompió cierto código moral; es a partir de entonces cuando ve muertes, violaciones, incestos.
Es indiferente que en la historia haya muchas inexactitudes que “The Wasintong Post” se ha dado prisa en sacar a la luz, también lo es indagar en qué tipo de enfermo es Foos, lo que nos queda es su imagen final en la que propietario –hay fotos abundantes– sin motel, cansado y viejo, reflexiona y comenta que hoy somos todos objetos de voyerismo. Hay cámaras por doquier, hay personas a las que se registra las 24 horas de su día sin el saberlo, hay otras personas mirando esas cámaras, como si ya todo fuera la enorme jaula de un entomólogo.

Anterior crítica de libros: “No se desvanece”, de Jim Dodge.

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