El cine que hay que ver: «Una mujer para dos» (Ernst Lubitsch, 1933)

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«El juego de complicidades con el espectador es lo que hace que ver las comedias de Lubitsch sea una apelación a la inteligencia, de tal manera que el espectador está en todo momento descubriendo guiños y detalles que le sitúan ante un realizador que, tras su apariencia de retratar la alta sociedad, está ofreciendo un retrato muy subversivo de nuestro mundo»

 

Este mes, Manuel de la Fuente nos propone recuperar «Una mujer para dos», deliciosa comedia de Ernst Lubitsch filmada en 1933, sobre una relación a tres que le sirve para recomendar el cine de tan especialísimo director.

 

Una sección de MANUEL DE LA FUENTE.

 

La historia de la cultura es también la historia de la censura. Desde la Antigüedad, los espectáculos teatrales, las obras pictóricas o los textos poéticos se han visto condicionados por distintas formas de censura, desde las costumbres sociales que imperan en la sociedad en que se desarrollan estas obras hasta los dictados de la censura política que dictamina lo que se puede y no se puede decir. Así, resulta ineludible valorar las expresiones culturales y artísticas como una manifestación del momento en el que surgen, ya que los autores van testando continuamente estos límites sobre lo que es social y políticamente aceptable mostrar o escribir. El caso del cine es también indicativo de esta tensión de fuerzas entre artista, poder político y espectador. El espectador de una película comercial norteamericana, por ejemplo, sabe que hay unos límites que nunca verá traspasados en la pantalla, en concreto escenas sexuales. Asumimos que es natural esta manipulación, ya que, en el cine clásico, los encuentros sexuales se esconden tras besos apasionados de los protagonistas. Cuando en «Vértigo» (Alfred Hitchcock, 1958), James Stewart y Kim Novak se besan, no les vemos ni un hombro desnudo, pero sabemos que han tenido una relación sexual. Los cineastas vienen usando desde hace décadas cierto tipo de estrategias visuales para no mostrar el sexo, al mismo tiempo que la censura política ha dictado en el cine norteamericano una serie de valores morales que hacen que no nos extrañemos de que en las comedias romanticonas de la actualidad el matrimonio sea a lo que aspiran los protagonistas.

Esta serie de ideas han quedado establecidas a lo largo de sucesivos códigos de censura. El más conocido en el cine norteamericano es el período de la caza de brujas de Joseph McCarthy, que, aparte de perseguir supuestas ideas comunistas, potenciaba el denominado código Hays, un mecanismo de control impuesto en los años 30 desde la misma industria, que regulaba la moralidad de los contenidos de las películas: las prohibiciones afectaban, por ejemplo, a la exhibición de desnudos, blasfemias y relaciones adúlteras en la pantalla. La aplicación de este código sirvió para que triunfara el modelo narrativo de D.W. Griffith frente a modelos mucho más subversivos, como el de Erich von Stroheim, que mostraba a las clases dominantes abusando de su poder, montando orgías o en relaciones amorosas pecaminosas. Todo muy poco edificante, y había que acabar con eso. Los cines de las nuevas olas en los años 50 y 60 se caracterizarían por cuestionar estas normas. Ahí queda el ejemplo de la película de François Truffaut «Jules y Jim» («Jules et Jim», 1962), tomada como paradigma al criticar esa idea del matrimonio fiel como única vía posible, ya que la historia giraba en torno a una relación a tres bandas.

Pero no podíamos dejar que los franceses se quedaran con este mérito de liberar nuestras conciencias. Porque, casi 30 años antes de la película de Truffaut, en 1933, Ernst Lubitsch estrenaba una película cuyo título en español («Una mujer para dos») no daba pie a muchas dudas, mientras que su título en inglés («Design for Living») planteaba como ideal, como una “forma de vida” lo que sucedía en la narración. De hecho, el argumento es bien sencillo: Gilda Farrell (Miriam Hopkins) es una mujer que conoce en un tren a dos amigos, uno de ellos pintor (George Curtis, interpretado por Gary Cooper) y el otro, dramaturgo (Tom Chambers, interpretado por Fredrich March). Como no sabe quién le gusta más, inicia una relación con ambos, que consiguen triunfar en sus respectivos campos gracias al estímulo que les ofrece Gilda. Después de casarse con un burgués aburrido, lo deja plantado para irse, definitivamente con los dos artistas. El plano final, sentados los tres en la parte trasera de un taxi, con Gilda besando a uno y a otro y dándose la mano firmando un “pacto de caballeros” resume ese diseño de vida que plantea la socarronería de Lubitsch.

Porque ése es el sello de Lubitsch, la socarronería y su capacidad para valerse de una gran riqueza de recursos expresivos con los que mostrar sus ideas. Es lo que se ha denominado “toque Lubitsch”, que define su vocación de autor también décadas antes de que los franceses reivindicasen la autoría del director en el cine norteamericano. N.T. Binh & Christian Vivani lo definían, en su libro Lubitsch, así:
«[El «Lubitsch touch»] engloba procedimientos narrativos muy diversos. Puede tratarse de una manera de encuadrar (las viñetas ingeniosas de ‘El abanico de Lady Windermere’ o simplemente la eliminación de la princesa en el último plano de ‘El príncipe estudiante’), de una manera de utilizar el decorado (las famosas puertas que enfurecían a Mary Pickford, el escaparate del final de ‘Cluny Brown’) o el accesorio (los relojes [en ‘Un ladrón en la alcoba’]), de una valoración metafórica o metonímica del objeto (el asado de ternera de ‘Ángel’ o el sombrero de ‘Ninotchka’). Pero también puede tratarse de un detalle visual más o menos discreto (el polvo que se levanta del diván por culpa de la desesperación teatral de Miriam Hopkins en ‘Una mujer para dos’ (…)), o incluso de un detalle de diálogo: repetición de una palabra cuyas sonoridades cómicas se revelan de golpe (“tonsils” en ‘Un ladrón en la alcoba’ o ‘Keeks!’ en ‘Lo que piensan las mujeres’), recurrencia de una buena réplica (‘To be or not to be’ o el ‘squirrels to the nuts’ (…) de ‘Cluny Brown’). Puede tratarse asimismo de simples gags, a veces repetitivos (…) o de puestas en escena de un ritual elaborado (…) El toque Lubitsch en el fondo no es quizás más que la solución imaginativa y eficaz de un problema de narración o de puesta en escena (pág. 119).»

En esta variedad de recursos que puso en marcha Lubitsch en sus comedias de los años 30 y 40 se encuentra todo el desarrollo posterior de la comedia norteamericana. En sus películas tenemos los efectos cómicos construidos a partir de diálogos veloces (como haría Howard Hawks más tarde), situaciones surrealistas (Lubitsch fue propuesto para dirigir «Sopa de ganso» de los hermanos Marx), encuentros disparatados que dan pie a situaciones inverosímiles (la especialidad de Preston Sturges) y una ironía tan fina como demoledora, que destruye todos los convencionalismos sociales (como el cine posterior de George Cukor o el de su discípulo, Billy Wilder). Usando, además, siempre la elipsis con un despliegue de inteligencia que pocas veces se ha visto en el cine.

 

 

«Volver sobre Lubitsch es descubrir cómo el cine comercial norteamericano ha degenerado pese a partir de una voluntad de cambio social que definía a gran parte de los directores comerciales de los años 30. Supone comprobar que, en muchos aspectos, hemos retrocedido»

 

En Lubitsch, de hecho, la elipsis es la razón de ser y lo que ha llevado a que hoy sea un director un tanto olvidado en comparación con otros, como Wilder, por ejemplo. Y ello se debe al uso de un género, la “comedia sofisticada”, que se centra en mostrar personajes de la alta sociedad. Porque, en efecto, sus películas están protagonizadas por gente que viste de smoking y que se mueve por ambientes suntuosos: hasta los comunistas de «Ninotchka» llegan a París para moverse en todo momento por suites de hoteles carísimos y fiestas privadas. Pero esta apariencia puede llevar a engaño: Lubitsch no se limita a criticar estos ambientes de aristócratas venidos a menos (como el marqués que no tiene un duro de «La octava mujer de Barba Azul»), sino que los muestra como ejemplos de la especie humana: también ellos tienen sus miserias y hacen que el mundo se mueva por impulsos absurdos. La crítica es despiadada y toca a todos por igual: el pianista que interpreta Burgess Meredith en «Lo que piensan las mujeres» («That Uncertain Feeling», 1941), un tipo gris que reniega de cualquier ideología política, es totalmente reconocible como cualquier papanatas pretencioso y con mucho mundo interior que todos conocemos.

La infidelidad como motor social es una constante en el cine de Lubitsch. Nada es lo que parece. Incluso en una comedia como «El bazar de las sorpresas» («The Shop Around the Corner», 1940) se muestra cómo es el principio de un idilio amoroso (el romance de la pareja protagonista) pero con una advertencia encarnada en el personaje del jefe de la tienda, a punto de perderlo todo por la infidelidad de su esposa. Lo que parece una comedia romántica sin más esconde una crítica directa al discurso de estas comedias. Ahí radica la diferencia entre Lubitsch y las comedias al uso, entre «El bazar de las sorpresas» y el remake bobalicón que se hizo de esta película («Tienes un e-mail», com Tom Hanks y Meg Ryan).

Este juego de complicidades con el espectador es lo que hace que ver las comedias de Lubitsch sea una apelación a la inteligencia, de tal manera que el espectador está en todo momento descubriendo guiños y detalles que le sitúan ante un realizador que, tras su apariencia de retratar solo la alta sociedad, está ofreciendo un retrato muy subversivo de nuestro mundo. Así sucede en «Una mujer para dos», donde las distintas situaciones que aparecen reflejadas en la película hacen que nos sintamos identificados, que sepamos ver, además, lo que está oculto bajo esa apariencia de sofisticación. Y que percibamos la subversión que implica ver, en esta sociedad que tanto se mueve por las formas, a los tres protagonistas de la película vestidos elegantemente y sentados en la cama, riendo, compartiendo confidencias y muchas más cosas que la censura en aquel momento (a punto de aplicarse el código Hays) no podía consentir. Con Lubitsch se consiente porque todo radica en la insinuación, en ese juego con la inteligencia del espectador.

En definitiva, volver sobre el cine de Lubitsch es descubrir cómo el cine comercial norteamericano ha degenerado pese a partir de una voluntad de cambio social que definía a gran parte de los directores comerciales de los años 30. Supone comprobar que, en muchos aspectos, hemos retrocedido. «Una mujer para dos» está basada en una obra de teatro de Noel Coward, y cuenta con Ben Hecht como guionista. Es decir, los principales escritores y dramaturgos de la época ofrecían en sus obras una capacidad crítica que hoy ha derivado en complacencia. No olvidemos que Lubitsch llegó a ser directivo de la Paramount a mediados de los años 30, gracias al éxito de sus películas, como «Una mujer para dos». No se trata ya de que nos sorprendamos al descubrir que pareceremos más modernos hoy en día pero que, en el fondo está todo inventado. Se trata de que ya hemos pasado a sorprendernos de cómo caminamos los cangrejos, hacia atrás. Y la vigencia de esta película es buena prueba de ello.


Puedes leer a Manuel de la Fuente en La Página Definitiva.

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Shoah” (Claude Lanzmann, 1985).

 

 

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