Duncan Dhu: canciones con arrugas bellas

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«Cerramos los ojos y sentimos que hemos vuelto a la habitación de la adolescencia, pero afinamos el oído y notamos que hay madurez, nuevos caminos y mucho futuro»

 

Duncan Dhu
11 de noviembre de 2013
Teatro Circo Price, Madrid

 

 

Texto: ARANCHA MORENO.

 

 

La noche que iba a ver en directo a Duncan Dhu, Madrid estaba muy sucio, y cuando fui a coger el coche apareció con los faros quemados por un contenedor de basura incendiado. El vandalismo en plena huelga acabó con mi crónica antes de empezar. Por fortuna,  tuve una segunda oportunidad de ver el regreso de Mikel y Diego. El lunes 11, repetían la hazaña en el Teatro Circo Price. Ahora sí empieza mi crónica…

“Dicen que los recuerdos envejecen con arrugas bellas / que la nostalgia solo sirve para contar estrellas / que las palabras nunca dichas viven su eterna juventud”. Zigzagueando entre esos versos, podemos encontrarnos a los Duncan Dhu que la noche del lunes conmovieron al Teatro Circo Price de Madrid. Una noche de recuerdos, nostalgia y eterna juventud.

A Mikel Erentxun y Diego Vasallo, que escondieron sus egos para reforzar la marca Duncan Dhu, les ha compensado permanecer doce años en silencio creativo conjunto. Han logrado, como escribían en ‘La última canción’, guardar la esencia que les unió en su juventud, encarada con la evolución musical que ambos han experimentado en la última década.

Anoche, por segunda consecutiva, el aforo estaba prácticamente completo, gran parte del público lucía o escondía canas y traía, bajo las chaquetas ligeras de un «cálido» noviembre, las ganas contenidas de cantar los himnos de antaño. Mikel les recibía con chaqueta de cuero y camisa; Diego con chaleco.

A Erentxun, centrando el escenario, enfrentándose al micrófono y comunicándose con el público, se le notaba exultante, sin escatimar emociones, completamente dispuesto a disfrutar de una vuelta que, no hace mucho, tuvo que retrasar por una operación de corazón. Ayer no había rastro de miedo ni de dolor: era el momento de cantar a pleno pulmón, alzar la guitarra, repartir púas y contagiarse de la emoción del respetable.

Vasallo, flanqueándole un paso hacia atrás, seguía cubriendo el hueco que siempre ha sabido llenar, el de una falsa segunda fila que apuntala con empaque, atrayendo las miradas sin buscar el foco. Cada uno en su línea, como antaño, volvían a formalizar un tándem perfecto, luminoso y sombrío, dulce y áspero.

Empezaron con el repertorio de «El duelo», el epé que les ha devuelto a la actualidad, y hubo momentos para recordar «Crepúsculo», su disco de despedida, pero al final ganaron la guerra las canciones veteranas. ‘Rozando la eternidad’ tendió un puente a 1989, a la cara A del primer elepé de “Autobiografía”, tiempos en los que había que dar la vuelta a cintas y vinilos. “Cuando te vas haciendo viejo, veinte años no es nada”, dijo Erentxun, emulando al tango, antes de dar paso a uno de sus clásicos. De pronto, alguien pidió a gritos ‘¡Una calle de París!’, a lo que Mikel reconoció sonriente que le habían “jodido la sorpresa”. La gente corea; las letras están bien marcadas a fuego.

Parece que el público adivinaba los hits del dúo, o el dúo adivinaba lo que quería el público, porque ambos sintonizaron con el repertorio elegido. Tocaron ‘Creo en ti’ y ‘Lobos’, con gazapo incluido, con un Mikel acelerado en la canción que pidió perdón al público juntando las manos a modo de súplica. No hacía falta, estaban dispuestos a perdonarles. Entremezclando el repertorio del XX y el XXI, la banda, perfectamente engrasada, la completaban cuatro pura sangres: Fernando Macaya a la guitarra, Joseba Irazoki a la guitarra y lap steel, los teclados de Mikel Azpiroz y Charly Aranzegui, el “latido” de Duncan Dhu, a la batería.

Atmósferas repletas de pianos, slides, acústicas y aroma folk y country –tan presentes en la nueva etapa– envolvieron el setlist de un concierto rodado, en el que sonó ‘La última canción’, una de las nuevas favoritas del dúo: “A ver si es single, lo digo para que me escuche la compañía”, deseó Mikel.

La ‘Rosa gris’ de 2013 sonó áspera y pausada. La voz quebrada y grave de Diego, que portaba también la armónica, se abrió paso en la noche, arropada suavemente, como si la banda contuviese la energía y el volumen para no tapar sus bajos. Entusiasta cuando la ocasión lo requería, el público también supo apreciar a Diego, pidiendo silencio en más de una ocasión para escuchar su voz con mucho respeto.

Tras ella, llegaron una claroscura ‘Entre salitre y sudor’; una muy animada ‘Palabras sin nombre’ y una coreada ‘En algún lugar’, en la que Erentxun regaló su púa a un chico de la grada y se colocó la guitarra sobre la cabeza, en pleno éxtasis final.

Regresaron con una segunda tanda, el silencio escucha la ‘Llora guitarra’ tenebrosa de Diego; y Mikel anuncia la próxima canción: ‘La barra de este hotel’. Un tema que compusieron con la idea de emular el sonido de Elvis Presley, que no sonó como querían y a la que ajusticiaban veinte años después con un ritmo que bien podría haber agradado al rey del rock.

Con ‘Cien gaviotas’, las manos se levantaron, y alguien en la pista ve volar su cerveza, al tiempo que canta el “donde irán”, aún con la mano ahuecada, sujetando el vacío que dejó su vaso perdido. A veces tardamos un tiempo en asimilar cuándo desaparecen las cosas, y cuánto las hemos echado de menos.

La banda se retira al backstage, pero el público no les deja. La sala, al unísono, comienza a cantar ‘Esos ojos negros’, algo que arranca las sonrisas de sus creadores, que regresan al escenario para encararla acompañados por el público. Les piden más, les han echado de menos. Nostalgia y recuerdos que se agolpan también en sus dos temas finales, ‘Dime tu nombre’ y ‘Mundo de cristal’. Cerramos los ojos y sentimos que hemos vuelto a la habitación de la adolescencia, pero afinamos el oído y notamos que hay madurez, nuevos caminos y mucho futuro. Aquel vino, el que cosechó Duncan Dhu en su primera etapa, lleva años reposando, esperando el momento de ser descorchado. Y es este.

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