Discos: “Blackstar”, de David Bowie

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“Entre saxos que suspiran y guitarras que arañan, Bowie, como tantas otras veces, pone voz —solemne y majestuosa— a la soledad y el aislamiento, pero en esta ocasión confrontado con la muerte: “Mira aquí arriba, estoy en el cielo, / tengo cicatrices que no pueden verse”

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David Bowie
“Blackstar”
ISO-Columbia-Sony, 2016

 

 

 

Texto: JAVIER DE DIEGO ROMERO.

 

 

“No conozco ningún otro autor de tanta edad al que le satisfagan tanto las autotransformaciones”: son palabras del germanista Friedrich Sengle sobre Goethe, y son las palabras con las que, el día después de la aparición de “Blackstar”, comencé la crítica del disco. Y es que, en el mundo de la música popular, a nadie le resultaban tan adecuadas como a David Bowie. Mudar reiteradamente la propia identidad le permitía, como al creador de “Fausto”, caminar rejuvenecido, vivificado. Ya no podrá hacerlo más: “Blackstar” es su última reinvención artística, tan compleja y fascinante como todas las anteriores.

Como es sabido, en 2013 Bowie rompió un silencio discográfico de diez años con la publicación de “The next day”, un álbum notable con algunas canciones sensacionales que, en lo esencial, entroncaba directamente con “Heathen” (2002) y “Reality” (2003), los trabajos previos a su “retiro”: como estos, era un trabajo de rock contemporáneo repleto de referencias al catálogo histórico del Duque Blanco, una celebración de su propio mito. Con “Blackstar”, en cambio, Bowie pone abundante tierra de por medio con su pasado. Significativamente, para su vigésimo octavo largo prescindió de los músicos que le venían acompañando últimamente —no de Tony Visconti, su productor de toda la vida— y reclutó a un cuarteto de jazz experimental liderado por el saxofonista Donny McCaslin, al que conocía gracias a una colaboradora reciente, la directora de big band Maria Schneider. El interés por el jazz no es algo novedoso en Bowie. De hecho, el saxo fue el primer instrumento que aprendió a tocar, inspirado por su hermanastro, Terry Burns, y álbumes como “Aladdin Sane” (1973) y “Black tie white noise” (1993) testimonian su querencia por el género. Pero “Blackstar” es, con diferencia, su incursión más decidida y profunda en parajes jazzísticos. No obstante, sería equivocado reducir el elepé a un solo estilo. Maestro de la síntesis musical, Bowie marida el jazz de vanguardia con el drum’n’bass —que ya exploró en “Earthling” (1997)— y el Scott Walker progresivo y sombrío pero aún melódico de “Nite flights” (1978) en un puñado de canciones inventivas, ambiciosas y desconcertantes. El resultado no es un Bowie completamente nuevo, pero sí uno que, en lugar de intentar conquistar su pasado, prefiere rediseñar el futuro. Más familiares para sus seguidores son los textos: el aislamiento, la locura, la ambigüedad sexual y el apocalipsis político-religioso, temas habituales en su obra, así como un sentido de la mortalidad presente sobre todo desde “Heathen”, reaparecen en el imaginario de “Blackstar”.

En la pieza que da título al disco, Bowie, sobre ritmos agitados y replicado por un saxo azaroso, entona un lamento hipnótico y perturbador: una vela solitaria en una villa nórdica, mujeres arrodilladas y sonrientes en el día de la ejecución… y en el centro de todo, tus ojos. En la sección intermedia una melodía resplandeciente —una de las más logradas del repertorio de Bowie, y esto es decir muchísimo— se alterna con pasajes de funk turbio mientras el cantante, enigmáticamente, anuncia la muerte de un líder y su reemplazo por una estrella negra. Finalmente vuelve la tensión lúgubre de la sección inicial, completándose así una estructura tripartita que recuerda a la de ‘Sweet Thing/Candidate/Sweet Thing (Reprise)’, de “Diamond Dogs” (1974). Tras diez minutos, uno acaba sin aliento, subyugado. La letra, según le dijo su autor a Donny McCaslin, hace referencia al Estado Islámico, aunque ahora es inevitable pensar también en el propio Bowie como nuestra estrella negra. ‘Blackstar’ es el corte más brillante del elepé, pero ‘Lazarus’ no le va muy a la zaga. Entre saxos que suspiran y guitarras que arañan, Bowie, como tantas otras veces, pone voz —solemne y majestuosa— a la soledad y el aislamiento, pero en esta ocasión confrontado con la muerte: “Mira aquí arriba, estoy en el cielo, / tengo cicatrices que no pueden verse […]. // Mira aquí arriba, tío, estoy en peligro, / no me queda nada que perder, / […] dejé caer mi teléfono móvil”.

“Blackstar” recupera, en nuevas versiones, dos temas editados como sencillo a finales de 2014: ‘Sue (or In a season of crime)’ y ‘‘Tis a pity she was a whore’. El arreglo de big band de la ‘Sue’ original es sustituido aquí por un torbellino de drum’n’bass, quizá más acorde con la estampa de locura y criminalidad trazada en la letra. Presidida por una batería cruda e inapelable, ‘‘Tis a pity she was a whore’ obtiene su resonancia del contraste entre la melodía vocal, precisa y contenida, y el saxo, trepidante y desquiciado. No se pierdan el hilarante falsete de diva operística de Bowie en el estribillo, ni tampoco la primera frase del texto, otra vuelta de tuerca a la androginia que siempre le obsesionó: “Ella me pegó como un tío”. Por otro lado, el título de la canción (‘Lástima que fuera una puta’) está tomado de una obra sobre incesto y asesinato del dramaturgo inglés del siglo XVII John Ford. “Me inspiró ver cuánta música y literatura investiga David; está buscando constantemente cosas nuevas, para escuchar y para leer”, ha afirmado Donny McCaslin.

‘Girl loves me’ es el lunar del disco, una anécdota de hip hop con un estribillo insulso, casi irritante, que solo destaca por estar cantada en parte en nadsat, el idioma que escupen Alex DeLarge y su pandilla en “La naranja mecánica”. Mucho más interesantes son ‘Dollar days’ y ‘I can’t give everything away’, las dos canciones con las que finaliza “Blackstar”. Piano, saxo y guitarra conversan melancólicamente en los compases iniciales de la primera, una balada clásica de Bowie con una excelente melodía que se precipita con nostalgia desesperada. Soberbia en las estrofas pero con un estribillo algo decepcionante, la segunda remite a “Low” (1977) por su textura sintética y por un motivo de armónica reminiscente del de ‘A new career in a new town’, el corte que cierra la cara A del disco berlinés. Ambos temas, por lo demás, son buenas muestras de la profundidad emocional de la voz de Bowie.

Sugerente e inquietante, visceral y entusiasta, inconformista y heterodoxo, intrépido y vanguardista, elusivo y críptico: Bowie no consiguió una obra maestra con “Blackstar”, pero se quedó muy cerca, casi tan cerca como con “Outside” (1995), su mejor álbum post-1980. “Blackstar” será, además, su último álbum. Bowie es, ahora más que nunca, el “starman” al que cantó en “Ziggy Stardust”, el hombre de las estrellas que, con su magnífico legado, nos deslumbra y nos inspira.

 

 

Anterior crítica de discos: “Anywhere that’s wild”, de Adventure Galley.

 

 

 

 

 

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