“Con faldas y a lo loco” (1959), de Billy Wilder

Autor:

EL CINE QUE HAY QUE VER

 

“Una Marilyn Monroe imponente a pesar de los problemas en su vida privada, unos jovencísimos Tony Curtis y Jack Lemmon y un Billy Wilder en estado de gracia”

 

Ácido, ágil y brillante: así es el cine de Billy Wilder. Hoy rescatamos y analizamos uno de sus grandes clásicos, la cinta que unió a Marilyn Monroe, Jack Lemon y Tony Curtis en una disparatada y célebre comedia de enredos.

 

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“Con faldas y a lo loco”
Billy Wilder, 1959

 

Texto: ELISA HERNÁNDEZ.

 

El principal interés de los filmes clásicos, aquello que buscan por encima de todo (con la intención, por supuesto, de obtener el mayor beneficio económico posible para los grandes estudios), es la creación de un mundo alternativo donde el espectador pueda sumergirse, soñar, sorprenderse y sentir emociones que le lleven más allá de su vida diaria. ¿El resultado? La definición y expansión global de un modo unificado de ver, hacer y comprender el cine que llega hasta hoy en día. Para bien o para mal.

Durante la era dorada de Hollywood, ningún género parece conseguir esto de la manera en que lo hace la comedia. Especialmente durante los complicados años 30 y con el enorme crecimiento económico de los años 50, las pantallas se llenaban de hilarantes, sofisticados y elegantes filmes en los que parecía que nada podía salir mal (por razones diferentes en los dos momentos, claro, aunque ambos nos sirven para demostrar cómo el cine comercial también puede ser un excelente testigo de su tiempo).

 

 

 

Con una Marilyn Monroe imponente a pesar de tener gran cantidad de problemas en su vida privada, unos jovencísimos Tony Curtis y Jack Lemmon, y un Billy Wilder en estado de gracia en una de sus primeras colaboraciones con el guionista I.A.L. Diamond, “Con faldas y a lo loco” es sin duda uno de los mejores ejemplos de manual de lo qué y cómo debe ser una comedia clásica.

En la alocada historia de Joe y Jerry, dos músicos obligados a vestirse de mujeres para huir de unos gánsteres que quieren asesinarlos en el Chicago de los años 20, se combinan el slapstick y la comedia visual con los diálogos rápidos e ingeniosos, creando así escenas irrepetibles con un ritmo trepidante que nos arrastran irremediablemente de una carcajada a otra de manera continua. Cargada de dobles sentidos sexuales y mostrando un duro cinismo y una enorme irreverencia (las marcas “de la casa”, como quien dice), la película señala el final del código Hays de autocensura, pero es al mismo tiempo capaz de convertirse en uno de esos filmes cuyo contenido resuena mucho más allá del lugar y época en que se realizó.

 

 

 

Todos los elementos construyen una estructura unitaria y coherente que consigue arrastrarnos a su mundo de ficción una y otra vez como solo el mejor cine hollywoodiense sabe, aislándonos del mundo exterior durante dos horas con tal maestría que uno no puede sino dejar de lado cualquier escepticismo y aceptarlo todo sin plantearse ninguna pregunta. ¿Qué importa que sea obvio que esas dos enormes mujeronas son en realidad hombres? ¿Qué importa que sea obvio que ese falso millonario es también la mejor amiga de la protagonista? Las falsedades, los engaños, los errores, las coincidencias y el azar reinan de una manera frenética no tanto para contarnos una historia (obviamente inverosímil) sino para demostrarnos que eso que llamamos “magia del cine” tal vez sí que existe. Y aunque es bien cierto que “nadie es perfecto”, esta película, como epítome de lo que es el cine clásico, se acerca muchísimo a serlo.

 

 

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “La cinta blanca”, de Michael Haneke.

 

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