Cine: «Tres veces 20 años», de Julie Gavras

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«El argumento en sí es de lo más pronosticable y anodino que podemos encontrar desde 1895 en el cine»

«Tres veces 20 años»
 («Trois fois 20 ans – Late Bloomers». Julie Gavras, 2011)

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.

 

 
Las costumbres amorosas concitan en el cine un fructuoso catálogo de proyecciones fantásticas a las que se abandona sin freno el público en la sala, pues disfrutar de un affaire pasajero se conjura como bálsamo escapista para muchos (no precisamos el número de espectadores requeridos para ejecutar el tocamiento). La curiosidad, y en consecuencia, la innata satisfacción de llevar a cabo el espionaje de las pasiones ajenas, han constituido de forma atemporal una eterna fuerza motriz con la que levantar la estructura de cualquier relato; o sencillamente, se han proporcionado los basamentos sobre los que empalmar la historia de principio a fin, relegando a un secundario término toda línea argumental estimada como accesoria para evitar así el gatillazo de taquilla. El sofisma declara que cada cierto tiempo tenemos que tragar con determinados productos que flirtean con el drama y la comicidad del cortejo, así que alguien tiene que ceder ante el encanto de la primavera.

Prescindiendo de complicaciones o medias tintas, el grueso de la producción cinematográfica que fabrica estas temáticas se decanta en los últimos años por el decadente género etiquetado como “comedia romántica”. Dejando para otro momento la urgente necesidad de poner de vuelta y media a los responsables de la pastelería industrial instalada en el multicine de la esquina, contentémonos con saborear la empalagosa sacarina con la que entra en acción Julie Gavras, que bastante caña habrá recibido de padre y hermano.

Julie Gavras, hija del notable director griego Costa Gavras –y pronto tendremos que presentarla como hermana del insurgente Romain Gavras («Notre jour viendra», 2010)–, bajo nuestra opinión, cae a la cola del pelotón con «Tres veces 20 años» tras irrumpir en el cine con la meritoria «La culpa la tiene Fidel» («La faute à Fidel!», 2006).

La síntesis del sustrato de «Tres veces 20 años» parte de la crisis que desquebraja el nudo matrimonial entre Mary (Isabella Rossellini) y Adam (William Hurt). Y poco más. El argumento en sí es de lo más pronosticable y anodino que podemos encontrar desde 1895 en el cine. Eso sí, retocado con desmelenadas pinceladas políticamente correctas y algún que otro chiste de alcoba que sonrojen al vejestorio de espíritu y escandalice a la superex de Garci. A despatarrarse no invita precisamente este festival del humor.

El comienzo de la película es tan alentador como engañoso. En él se inserta un excelente plano que se antoja tan valioso como epicúreo –todavía nos preguntamos por qué este oasis apenas tiene continuación en el resto del film–. Todo un misterio. El travelling de retroceso que se inicia en la solitud de Mary libera las particularidades existenciales por las que atraviesa el personaje en cuestión. Toda una declaración de intenciones acompañada de una fuente sonora que potencia la expresividad de la imagen. Gavras nos muestra una aterida figura remitida a un mundo geométrico y artificial, hieratismo sostenido con un encuadre que recoge elementos arquitectónicos y decorativos que parecen aprisionar el apetito connatural de la juventud. Las imbricaciones con el psicoanálisis vomitarían mil y una lecturas, especialmente aquellas que se derivan del manto menstrual que envuelve a Mary y su latente deseo por seguir arropada del amor más ardiente.

El resto de la narración nos limita a la forma más primitiva de la comedia romántica. El guión tiene la culpa con sus apáticos personajes-comparsa, los insípidos malentendidos que conducen a flácidos conflictos, diálogos oxidados, gracietas decimonónicas o secuencias prescindibles que actúan de relleno. Para colmo se nos ofrece un final de lo más edulcorado y previsible.

Sí que elogiamos esa suerte de autoparodia que Isabella Rossellini desnuda ante el espejo (metafóricamente hablando), descubriendo el arrugado concepto de la belleza que lucimos en occidente; quién mejor que un icono rebelándose contra la esclavitud de la crema y el unte milagroso. Bravo.

Se percibe un loable intento de tratar desigualdades de género manifestando la delación de estigmas sociales que se agravan con la senectud y la pérdida de los impulsos sexuales en las relaciones conyugales. La actitud ante la infidelidad desde diferentes necesidades, que bien pudieran explicarse desde la biología, queda subordinada al divismo de Isabella Rossellini. Su aporte, más allá de la corrección interpretativa, desnaturaliza una película que, con sus aciertos y defectos, bien podría alzarse como fugaz y libidinoso placebo que refuerza la autoestima de un sector de la audiencia metida de antemano en el bolsillo.

Anterior entrega de cine: “Almanya: Bienvenido a Alemania”, de Yasemin Samdereli

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