Cine: «St. Vincent», de Theodore Melfi

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«Aprovecha el tirón de un gran actor en un papel que transita desde la antipatía ligada a lo políticamente incorrecto a la redentora construcción de una familia improbable»

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«St. Vincent»
(Theodore Melfi, 2014)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

El modelo de comedia cargada de optimismo antropológico entre vecinos desnortados ya hizo fortuna en la segunda mitad de la década de los noventa con «Mejor… imposible»  («As good as it gets», James L. Brooks, 1997). A pesar de su marcado carácter de «crowd-pleaser», la bonhomía que Brooks insuflaba a aquella historia no dejaba de ser en cierto modo sincera, y su mala leche blanca, pero no impostada. Lo peor, seguramente, fue que sentó las bases para los arquetipos de un subgénero de bajo perfil que encuentra su prolongación en «St. Vincent».

Esta ópera prima de Theodore Melfi reproduce esquemas e intenciones de la obra de Brooks. En su interior, la historia de un vecino cascarrabias (Bill Murray) que se relaciona con seres también disfuncionales –si es que el adjetivo sigue teniendo sentido–, a saber: una madre en proceso de divorcio (Melissa McCarthy), su hijo solitario (Jaeden Lieberher) y una stripper rusa y embarazada (Naomi Watts). En sus intenciones, aprovechar el tirón de un gran actor en un papel que transita desde la antipatía ligada a lo políticamente incorrecto a la redentora construcción de una familia improbable. El problema está en la ejecución: «St. Vincent» ya solo funciona desde el tópico, y no como modelo mínimamente original. Siempre es un placer contemplar los matices que Murray aporta a su habitual gestualidad mínima, pero su personaje no es más que un avatar que transcurre por los lugares comunes de un vecindario que ya conocemos de antemano. Así pues, todo en la película de Melfi despierta la sensación de prestado, de recurrencia al manual de la comedia complaciente desde el choque inicial y posterior compenetración entre personajes en apariencia opuestos hasta la redención pública en el marco de un festival fin de curso, pasando por el revés dramático llamado a enderezar el maltrecho rumbo vital del protagonista.

Las derivaciones previstas para ese relato se suceden con automatismo y los conflictos se resuelven con pasmosa facilidad: el matón de la escuela que pasa a ser un miembro de esa familia o el gánster que deja de perseguir a su acreedor pasan a ser naturales emanaciones de una narración que busca desesperadamente una voz propia, pero que nunca consigue despegarse de los arquetipos a los que se debe.

Anterior crítica de cine: “Magia a la luz de la luna”, de Woody Allen.

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