Cine: «Nymphomaniac. Volumen 2», de Lars von Trier

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«Von Trier se lanza a lecturas más ambiciosas sobre la perversión sistémica que es la regulación social del sexo y sus desviaciones»

 

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«Nymphomaniac. Volumen 2»
(Lars von Trier, 2013)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

Respecto a su primera mitad, «Nymphomaniac. Volumen 1», «Nymphomaniac. Volumen 2» en teoría no debería suponer grandes rupturas cara a su parte precedente. Pero esta idea queda rápidamente revocada si pensamos en otros vastos proyectos cinematográficos que, a través de sus dilatados metrajes, jugaron a derivarse, contestarse e incluso revolverse contra sí mismos. Lejos de una señal de contradicción, quizá esa (re)conjugación de parámetros definidos dentro de la obra debiera ser aplaudida como muestra del instinto de inconformismo dentro del propio manual de subversión de Lars von Trier.

Este segundo volumen propone una escalada en la densidad reflexiva del todo a cambio de un menor impacto visual. No es que el relato se abstraiga de la narración apostillada de las aventuras sexuales de Joe como guía para su digresión sobre la identidad emocional de su protagonista, pero sí que las eleva a formulaciones más complejas que implican esferas más grandes y dolorosas. En esta continuación en que Charlotte Gainsbourg toma el relevo de Stacy Martin, Von Trier se lanza a lecturas más ambiciosas sobre la perversión sistémica que es la regulación social del sexo y sus desviaciones, en términos no ajenos a Foucault, o la identificación de la sexualidad como una fuerza incontrolable que rige la naturaleza humana. En esa nueva inmersión abismal en que primero la penitencia y luego la negativa a adaptarse al reglamento moral son motrices, el danés se permite citar una escena de su «Anticristo» («Antichrist», 2009) para filtrar el terror en el espectador, arremeter contra la corrección política que normativiza el lenguaje de una democracia o aventurar una reflexión sobre la carga insoportable de la sexualidad aberrante.

La conclusión de esa lluvia de formulaciones metafísicas y morales que fluyen en la paratextual habitación tarkovskiana –el icono relacionado con Andrei Rublev, el espejo– desemboca en el juego malévolo que nos recuerda quién está tras la cámara: en primera instancia, el apunte de la injusticia genérica y el concepto del cuerpo como prisión ingobernable, dentro de la prisión ingobernable del mundo, parecen culminar la narración con amargo alivio y ponerlo todo en su sitio; es entonces cuando Von Trier toma su lugar de pérfido demiurgo para recordarnos que, pese a los aparentes salvadores y brechas de salida que nos muestra el camino, en realidad no hay posibilidad de escape.

Anterior crítica de cine: “El lobo de Wall Street”, de Martin Scorsese.

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