Cine: «Interstellar», de Christopher Nolan

Autor:

«Una de las superproducciones más fascinantes y extrañas del cine reciente»

 

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«Interstellar»
(Christopher Nolan, 2014)

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

En su inolvidable «Solaris», Stanislaw Lem culminaba su historia condenando al protagonista Kris Kelvin a seguir creyendo en los milagros crueles. Es decir, aquellas epifanías que rebasaban el sentido del tiempo confinadas en un planeta mental que Andréi Tarkovski explicitaba con un magistral travelling final en su adaptación de 1972. No anda desencaminado Tarantino cuando compara «Interstellar» con la poética de Tarkovski y la de Terrence Malick. Del director estadounidense extrae el compromiso incansable con la búsqueda del lirismo en cada imagen, aquí al servicio de la narración. Del soviético, la crudeza del paisaje y la soledad del ser humano en medio del misterio, de lo inteligible. Y sin embargo, resulta más interesante lo que ambos tienen en común con la película de Christopher Nolan: el tiempo y el amor.

El primero se presenta como el principio rector de todo. El tiempo atraviesa los planos y las vidas, parece regir el destino de los personajes. Pero en realidad es solo el escenario infinito y mutable, el contexto y espacio en la eterna incertidumbre de la relatividad. Así pues, ante la angustia de la oscuridad sin fin, ¿qué queda? En otras manos y otros relatos, la (i)lógica emocional a la que el personaje de Anne Hathaway apela para decidirse por un planeta con condiciones para la vida menos probables rayaría el ridículo. La idea, en cambio, no podría ser más seria. Frente a la hermosamente angustiosa conclusión de Lem, el espejismo del pasado puede tornarse esperanza en Nolan. En su maremagno metafísico, el amor es la base para seguir creyendo en la humanidad, el motor que mueve los impulsos humanos más profundos y participa en las grandes hazañas de la exploración de lo desconocido. Es la constante que nos mueve en el espacio-tiempo –una idea que ya había articulado sagazmente «Perdidos» («Lost», J.J. Abrams, Jeffery Lieber y Damon Lindelof, ABC: 2004-2010)–, y la tesis que subyace en el mecanismo titánico de una de las superproducciones más fascinantes y extrañas del cine reciente.

En un universo perfecto, con un espacio-tiempo sin alteraciones, «Interstellar» sería una película devorada por su propia ambición y no exenta de inconsistencias científicas. Nuestro universo, no obstante, no se entiende sin la singularidad, sin la imperfección natural y la presencia de lo imprevisible. En esa dimensión, esta aventura espacial es una de las más memorables conquistas de la última ciencia-ficción: un blockbuster que apenas se permite concesiones para lanzarse al abismo de la búsqueda de una poesía propia, y que en sus cerca de tres horas de duración consigue el mérito de absorber al espectador en un espacio para la reflexión metafísica, con la vindicación de la humanidad como estación término. En ese recorrido cuántico hay lugar para densidades tarkovskianas, planetas de belleza inhóspita filmados con una sensibilidad cada vez menos atrofiada por las urgencias de la acción, viajeros y abandonados luchando en soledad contra esa fuerza ineludible que una vez bautizamos como tiempo. Sin embargo, esta epopeya espacial sin glamour y llena de inquietudes alcanza sus mayores hallazgos al atreverse a filmar lo imposible. En primer lugar, la caída libre a través de un agujero negro, o la materialización vertiginosa del terror a la nada. Y en segundo, la representación del concepto espacio-tiempo y la incidencia de la gravedad en este, sintetizada lúcidamente sobre un reloj de pulsera en un plano del que el Stephen Hawking de Breve historia del tiempo estaría orgulloso. Escenas que hablan de un director aventurándose en gramáticas menos regidas por lógicas atenazadas, empujándose a rebasar todos los límites de la creatividad sin abandonar las proporciones épicas del cine de masas.

“20.000 días en la Tierra”, de Iain Forsyth y Jane Pollard.

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