Cine: “El hijo de Saúl”, de László Nemes

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“No hay sitio para sentimentalismos, solo una continua huida hacia adelante con la única meta de eludir la muerte el mayor tiempo posible. Y un objetivo entre ceja y ceja: no perder nuestro último resquicio de humanidad”

 

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“El hijo de Saul” (“Saul fia”)
László Nemes, 2015

 

 

Texto: HÉCTOR GÓMEZ.

 

 

Auschwitz, 1944. Un topónimo, una fecha. Dos conceptos que unidos ponen los pelos de punta. De todas las veces –y no han sido pocas – en las que el ser humano ha fracasado como especie, quizá esta sea la peor. No hay resquicio para la esperanza cuando todo rastro de humanidad se ha perdido. Los judíos llegan en oleadas interminables de camiones repletos de miedo. A empujones, sin entender nada, son arrastrados, desnudados, conducidos hasta las cámaras de gas. Cuando en las cámaras no hay sitio para tanta muerte –hasta la muerte necesita respirar, reclama sus propios tiempos–, se improvisan unas zanjas en el exterior donde los cuerpos se acumulan unos encima de otros tras el pertinente disparo en la nuca.

Es la implacable rutina de la muerte, una labor como cualquier otra. Después de la barbarie, se friega el suelo, se desinfectan las cámaras. Como quien limpia la oficina después de un día de trabajo. Pero esto no es un trabajo, sino la humillación última que puede soportar el ser humano. Es la doble condena de los miembros del Sonderkommando, obligados a trabajar en la macabra maquinaria de la barbarie durante unos meses. Después, seguirán el mismo destino que todos aquellos a los que ayudaron a atravesar el umbral de la cámara de gas. Son piezas de un engranaje urdido por una mente sin escrúpulos, inconcebible si no partimos de la idea de que aquellas gentes no eran consideradas personas. Uno intenta explicarse (nunca justificar) los motivos que llevaron a esta situación. Pero es imposible.

La pregunta –una de tantas – es, ¿cabe todavía a estas alturas el estremecimiento ante una historia tantas veces contada? El Holocausto ha sido uno de los temas más tratados por el cine, ha llenado estanterías de bibliotecas e incluso nutre casi en exclusiva algún canal de televisión. Los mejores cineastas (Lanzmann, Resnais, Spielberg) han aportado su mirada particular sobre una realidad que nos avergüenza. Ante esto, ¿es posible una mirada nueva que aporte sensaciones hasta ahora inexploradas? Por suerte, la respuesta es sí. Y la trae un director debutante como László Nemes, húngaro criado en Francia en una película como “El hijo de Saúl” (“Saul fia”, 2015), destinada a perdurar durante semanas en la memoria de quien la contemple.

Auschwitz no es ese lugar fantasmal que es hoy en día. No es ese cementerio devorado por la naturaleza donde sus muros (o lo que queda de ellos) son el único testigo mudo de la barbarie. En esta película todo es frenesí, movimiento constante. Auschwitz no es silencio solemne, no se puede escuchar la voz distante de los muertos. Sin embargo, todo son gritos, órdenes, golpes, humillaciones. La cámara no muestra una distancia respetuosa, sino que durante todo el metraje se pega, literalmente, a la espalda de Saúl (impresionante Géza Röhrig). Nos obliga a mirar, a acompañarle en su terrible cotidianeidad. Todo a su alrededor está borroso, desenfocado. Al espectador le acompaña una sensación constante de incomodidad, de no entender lo que está pasando en su totalidad. En “El hijo de Saúl” no hay sitio para sentimentalismos, solo una continua huida hacia adelante con la única meta de eludir la muerte el mayor tiempo posible. Y un objetivo entre ceja y ceja: no perder nuestro último resquicio de humanidad.

Y es que, en el fondo, ¿qué nos hace humanos en este contexto de locura y muerte? Para Saúl, volver al origen de nuestra especie, a lo que nos hace diferentes de la inmensa mayoría de los seres vivos. Una acción al parecer tan poco importante por habitual, pero con tanta carga simbólica: enterrar a nuestros muertos. Podrán quitárnoslo todo, pero al menos no podrán profanar el descanso eterno de nuestros seres queridos. Una victoria pírrica en un contexto de derrota absoluta, pero una victoria, al fin y al cabo.

 

 

 

Anterior crítica de cine: “La gran apuesta”, de Adam McKay.

 

 

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