Cine: «360. Juego de destinos», de Fernando Meirelles

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«El acierto de Meirelles descansa en su conocimiento del medio para reforzar la idea central, que no es otra que la que gira sobre la doblez del individuo»

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«360. Juego de destinos»
(«360», Fernando Meirelles, 2011)

 

 

Texto: CÉSAR USTARROZ.

 

 

Echando mano de la misma memoria histórica que gestiona el prolífico César Vidal, vamos a repasar el momento de la pasada década en el que James Murphy reducía a la esencia más básica su éxito a los potenciómetros de LCD Soundsystem. En aquella entrevista que nos es imposible referenciar, el líder de la eléctrica formación neoyorquina explicaba que el incremento del ritmo consistía en la progresiva incorporación de instrumentos para hacer reventar la pista central. Con la acumulación y cita como acciones proyectivas cargadas de retórica en el discurso postcontemporáneo, se reduce la expresión comunicativa ampliando su legibilidad al ámbito más universal. Es decir, con un montaje por concatenación de significantes se llega al bombazo rítmico sin andarse por otras atracciones.

Este procedimiento metodológico es el que sigue Fernando Meirelles en “360. Juego de destinos”. Partiendo de esta idea, el director de “Ciudad de Dios” (“Cidade de Deus”, Fernando Meirelles & Kátia Lund, 2002) y el “Jardinero fiel” (“The constant gardener”, 2005) vuelve a probarse en su habilidad para adaptar textos literarios desde los planteamientos estéticos más vigentes (el peligro que estas disposiciones pueden reportar ni siquiera pudo distinguirlo un achacoso Saramago). Para Meirelles no hay fronteras, y lo demuestra en la puesta en imágenes de “La ronda”, del escritor austríaco Arthur Schnitzler; de lo más enmarañado a lo que se puede enfrentar una traslación cinematográfica por lo imbricado de sus incontables microhistorias.

Partiendo de la infidelidad como tema central, se suceden diferentes nexos sentimentales –en principio inconexos– con los que se racionaliza la felonía en las relaciones de pareja. El director brasileño coincide con la mayoría de los librepensadores en llevar a conceptos racionales el engaño. Para ello nos pone el ejemplo –al menos el más reflexivo- del enamoradizo personaje que encarna Jamel Debbouze, que atormentado se debate entre el credo musulmán y el asalto a una mujer casada, Valentina (Dinara Drukarova). Por supuesto que el imán al que consulta Jamel se siente insultado. Porque la racionalización insulta a la religión, ya que cuestiona un credo cuya fuerza reside en que es incuestionable. Obviamente nuestra simpatía por Jamel no cede ya que –aparte de ser un tío muy majo– Valentina, a su vez, también está siendo repudiada por su marido.

Cada una de las pequeñas historias integradas en la película parecen conectar con la subsiguiente, aunque el vínculo no siempre justifique la conclusión ni la apertura al nuevo relato. No obstante, la intensidad (no confundamos con unidad) dramática está garantizada por la pedantería que les hemos incrustado líneas arriba.

El acierto de Meirelles descansa en su conocimiento del medio para reforzar la idea central, que no es otra que la que gira sobre la doblez del individuo (espejos, pantalla partida, encuadres que buscan la fragmentación de la imagen…). Pero todo esto funciona sí solo acogemos análisis formales. Willy, para nosotros también es demasiado corazón.

Anterior entrega de cine: “En otro país”, de Hong Sang-soo.

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