Boss Hog: el matrimonio más deseado de la serie B

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“Atropellado punk, funk y rhythm and blues en descomposición; hijos del Nueva York de Sonic Youth y Swans”

 

Jon Spencer y Cristina Martínez, líderes de los veteranos Boss Hog, pasaron por Granada en su gira española. Eduardo Tébar estuvo a pie de escenario.

 

Boss Hog
Planta Baja, Granada
13 de junio de 2018

 

Texto: EDUARDO TÉBAR.

 

Hace casi veinte años de aquella aperreada actuación de Boss Hog en el festival Espárrago Rock. El tiempo es fugaz, pero los roqueros de la vieja guardia que respondieron a la convocatoria en la sala Planta Baja de Granada tienen memoria. Con el recuerdo entre los asistentes de aquella bacanal bajo la lluvia, el matrimonio más célebre del rock alternativo norteamericano, Jon Spencer (Blues Explosion, Heavy Trash) y Cristina Martínez, emprendió en Andalucía la fase de arranque de esta gira por nuestro país. Coquetas bolsitas de tela en la mesa de merchandising daban cuenta del acontecimiento. Y es natural: desde principios de siglo, la pareja ha ido reduciendo sus apariciones conjuntas hasta convertir estos refundados Boss Hog en una vigorosa anécdota.

Las expectativas eran altas para el grueso de los presentes, que siguen ubicando el proyecto de Spencer y Cristina en ese compartimento íntimo en el que uno guarda el relicario del rock creíble que sobrevive por el mundo. ¿Actitud? Toda la esperable y más. La apertura, con la diva extremeño-cubana cantando ‘Disgrace’ entre el público, resultó una declaración de principios: españolitos, venimos a enseñaros un par de cosas sobre rock and roll. Imposible, por cierto, no empezar a ver a la señora de Jon Spencer como analogía yanqui de la madrileña Ana Curra. Ocurre que Boss Hog fundamentó siempre su ruido lacerante en la hipersexualización de una Cristina Martínez que ya no pretende representar a la musa sicalíptica que aparecía desnuda a finales de los ochenta en las cubiertas del sello Amphetamine Reptile. Ahora no se trata de destronar a Courtney o a Polly Jean desde el imperio de Geffen, sino de evangelizar con entusiasmo su abrasivo catálogo de serie B.

Boss Hog surgió como juguete privado de los cónyuges cuando el embrión de esto, los intachables Pussy Galore, aún coleaban. La sensación de que todo se va a desintegrar en cualquier momento ha desaparecido, como el fragor rijoso, si bien ese cierre con ‘Sick’ remitió a sus orígenes cafres. Otra cumbre: la destartalada ‘Gerard’, con la comenzaba el glorioso “Cold hands”, que algunos conservan en casete. Atropellado punk, funk y rhythm and blues en descomposición; hijos del Nueva York de Sonic Youth y Swans. Aunque, a decir verdad, la joya de la corona fue su juguetona versión de ‘I idolize you’, homenaje a Ike & Tina Turner, una pareja tan candente como la que ellos forman. Guiños, como el que lanzan a los pioneros garajeros The Monks, que sirvieron para hilar un repertorio que cruzó casi de manera cronológica su escueta discografía. Incluyendo piezas de su periodo más excitante y rocoso, entre 1989 y 1991 (‘Not guily’, ‘Trigger, man’). Chapoteo de voces reverberadas e iluminación ínfima a petición expresa, para desdicha de los fotógrafos.

Ah, y aquí pinta mucho el señor Spencer, un tipo que avasalla sin ademanes. Que truena sin cometer heroicidades con la guitarra. Cristina Martínez pone el gesto voluntarioso, y la voz de azufre y engrudo. Su marido, los escombros metálicos. Y la cosa funciona. En una banda bien sustentada en el golpeo bestial de la greñuda Hollis Queens en la batería y en la que cumple resolutivo en las teclas –quién lo sospecharía– Mickey Finn, un pianista de carrera. Tocaron en modo rodillo. Esto es, con la pausa mínima para resollar entre tema y tema. Y se echó en falta un poco de comunicación verbal, caramba, que Cristina hizo la comunión en un pueblo de Badajoz.

 

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