Barón Rojo: La película

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«La edición es modélica. Sus responsables han querido seguir la calidad argumental de otros documentales internacionales del entorno rockero para meter a los propios músicos en la narración»

 

Hoy se pone a la venta el deuvedé «Barón Rojo, la película», en el que se traza la trayectoria del grupo heavy español más internacional. Gernot Dudda nos cuenta de qué va.

 

 

Texto: GERNOT DUDDA.

 

 

Huelga recordar lo grandes que fueron. Tocaron en el Marquee londinense cuando España no estaba en el mapa del rock. Bruce Dickinson y Michael Schenker se interesaron por estos bárbaros del sur. Abrieron para Hawkwind. Estuvieron en el Reading de 1982. En vivo y en estudio tocaron a un nivel muy superior al de muchas de las luminarias que nos vendían de fuera. Sonaron espectaculares, tanto en música como en letras. Sus méritos fueron muchos.

Así que alguien tenía que contar en una película la historia del grupo español de rock más internacional de todos los tiempos, con permiso de Los Bravos, Barrabás y Héroes del Silencio. Y estos han sido Javier Paniagua y José Sancristóbal, veteranos realizadores de televisión, que sin ser al principio fans del grupo vieron aquí una oportunidad de hacer justicia audiovisual con una narración pendiente que además se les puso de cara con la gira de retorno de 2011, que les permitió el acceso al grupo justo cuando este –contra pronóstico– decidió volver a los escenarios tras veinte años sin tocar juntos.

A partir de aquí ha sido el empeño personal y particular suyo –al que habría que añadir también el de Tommie Ferreras como director de fotografía– el que ha hecho de motor de esta aventura totalmente independiente y autofinanciada, que además tuvo desde el principio el hándicap de tener que cuidar y sortear los difíciles equilibrios de egos –esas cicatrices que jamás podrán curarse– que arrastraba el nombre Barón Rojo incluso desde mucho antes de su separación. No es ningún secreto que el grupo quedó dividido en dos ejes perfectamente antagónicos e irreconciliables: el de los hermanos Armando y Carlos de Castro y su incuestionable dominio de las guitarras; y el de Sherpa y Hermes Calabria, bajista y batería respectivamente. Insisto en que esto es de dominio público, pero la película es tan elegante que si todavía hubiera algún despistado que no supiera de qué va la vaina, iba a tener que mirar y escuchar con mucha lupa el contenido de la misma para saber en qué momentos se tiran los músicos los trastos a la cabeza, que los hay.

¿Pero qué es lo que contienen estos 93 minutos de película? Bueno, al principio juega inteligentemente y con mucho ritmo con los elementos habituales del género documental (fotos y vídeos de archivo, testimonios), aunque hacia el final de la misma suena mucha más música, gracias a las generosas tomas de estos conciertos de retorno, grabados en varias ciudades.

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La edición es modélica. Sus responsables han querido seguir la calidad argumental de otros documentales internacionales del entorno rockero –The Anvil, Metallica, Ozzy Osbourne– para meter a los propios músicos en la narración, ya sea mientras hablan con su representante, cuestionan con sus familias la conveniencia o no de su retorno a los escenarios, tocan en el local de ensayo, viajan en furgo al siguiente bolo o abren sus vidas mostrando sus quehaceres cotidianos, que a lo mejor no tienen tanto glamour pero que son los que ahora les dan de comer. Ellos no son actores y se nota, está claro, pero da mucho juego verles en esta especie de “vivir cada día”. Y esto, para los fans, tiene un valor incalculable.

Un breve paréntesis para mencionar que aquí hay dos tipos diferentes de testimonios: los que hacen esos célebres comunicadores coetáneos de su etapa gloriosa, que sitúan correctamente el momento y a los protagonistas (Mariskal Romero, El Pirata, José Miguel López), y el de músicos actuales que, si no ejercen de fans, si se sienten al menos imbuidos por el ejemplo del grupo (Bunbury, Carlos Escobedo de Sôber, Juan Aguirre de Amaral, Carlos Tarque de M Clan, Javier Vargas, Julio Castejón de Asfalto).

¿Lo mejor de la película? La visita que Carlos de Castro hace a la tienda de guitarras eléctricas, explicaciones doctas incluidas. O sin duda el generoso tiempo dedicado a los ensayos en el local, con abundantes bromas y comentarios, y con un sonido muy potente y de calidad. De sobresaliente es su altísima compenetración musical, con las trifulcas aparcadas momentáneamente, arremangados y dándolo todo al tocar.

Más alicientes. Los directores de la película también trasladaron su humilde unidad móvil a Dover, en cuyos alrededores vive y tiene su estudio el venerable Chris Tsangarides, uno de los productores más reputados del rock, que tuvo la difícil labor de grabar en 1984 aquel multitudinario concierto de Madrid, convertido en el doble “Al rojo vivo”. Una botella de Rioja y unas lonchitas de jabugo bastaron para aflojarle los recuerdos y verle sonreír cómplice acerca del significado de la palabra “chapuza”.

Y por quedarme, también me quedo con las imágenes de ese entusiasta fan de la primera fila de su concierto de Bilbao, que lo vivió como si hubiera esperado toda una vida para ese momento. Estoy convencido de que los realizadores pensaban grabar ese día al grupo y se encontraron con este filón inesperado que pedía a gritos darle más protagonismo a la cámara de contraplano.

Es una pena que el género de los documentales musicales no goce de los mismos medios y simpatías que en el mundo anglosajón. Cuando las “majors” discográficas se encargaban de vez en cuando de él estaba claro que había cierto tufillo hagiográfico y lisonjero –quien paga manda–, pero al menos se hacían cosas porque se encargaban. Ahora sencillamente no se hacen porque no son rentables. Una pena.

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