Amy no murió un sábado de julio

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“La vocalista más superdotada de los últimos años se había transformado en objeto de chanza y a nadie le importaba una mierda que el fin fuera el imaginable: la muerte”

 

El día que se cumplen cinco años de la muerte de Amy Winehouse, Juan Puchades se retrotrae al 23 de julio de 2011 y recuerda cómo, mientras ella caía sin frenos, el mundo miraba expectante.

 

Texto: JUAN PUCHADES

 

Era un sábado por la tarde, de esos perezosos de julio. Desperté de la siesta, consulté las noticias y ahí estaba: Amy Winehouse había muerto. Ninguna sorpresa. Nada que no fuera esperado.

Desde hacía meses, la muerte de Amy sobrevolaba las redacciones de los periódicos. Muchos medios tenían la necrológica escrita para que el óbito no les pillara desprevenidos. Pero es que todo el mundo sabía que Amy iba a morir no tardando demasiado. Las señales eran muy evidentes, en exceso.

Amy Winehouse llevaba, mínimo dos años, descendiendo una endiablada espiral cuyo final resultaba, por desgracia, excesivamente previsible. Y como no se moría, los chistes comenzaron a menudear aquí y allí, la vocalista más superdotada de los últimos años y compositora de excepción se había transformado en objeto de chanza y a nadie le importaba una mierda que el fin fuera el imaginable: la muerte. Los humanos, esos seres que poblamos la Tierra a destajo mientras destrozamos el planeta, somos así de entrañables.

Todo comenzó al enamorarse, y luego casarse, con el chulo más descerebrado que se cruzó en su camino, un inútil de la noche londinense. Un macarra horterón de manual. Un personajillo abyecto e insignificante que la introdujo, ¡menudo imbécil!, en el crack y la heroína. A ella, bulímica desde la adolescencia. Pero no crean que el reparto de indeseables termina y acaba en Blake Fielder-Civil, también estaba la mamá que lloraba mucho y el papá arribista que vio su oportunidad de pillar un cacho de fama a costa de la hija. Papá también cantaba mientras daba el cante. Papá, no sabemos cómo, incluso comenzó a manejar la carrera de Amy en las horas más bajas. A papá, joder con papá, le encanta darle carnaza a los medios por medio de declaraciones que no deberían haber salido del ámbito privado. Papá protagoniza un “reality”. Papá, en ocasiones secundado por mamá, solicita ayuda a los medios porque no puede con su hija. A papá alguien debería haberlo frenado a tiempo. Pero todo el «entorno» falló irremediablemente.

 

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Como extras de esta película en la que el final era el del drama clásico, estaba la prensa de la víscera. La que busca sangre con la que rellenar los tabloides, o las pantallas digitales, tanto da. Los paparazzi sin alma que persiguen a Amy a sol y a sombra. Sobre todo cuando el sol muestra la descomunal resaca de la noche anterior, y especialmente cuando la sombra queda rota por un flash que “caza” a Amy desorientada en la noche. Perdida. Sola. Frágil. Vulnerable. Resquebrajada.

Pero, claro, en la pista central de ese circo mediático en el que se vendían entradas para asistir a la inmolación de un ser humano estaba Amy Winehouse. Esa alma cándida cuya débil coraza se parte en mil pedazos cuando el precio de la fama se cobra su peaje más alto. Amy, enamorada del mayor y más dañino idiota que podamos imaginar. Amy, hija de un par de palurdos. Amy, víctima de la prensa guarrindonga. Amy, una de las mayores presas que se cobra la Era Digital. Amy, la chica sensible a la que el mundo fotografiaba en directo en su caída inevitable. Amy, la vocalista insuperable que escondía el secreto del desgarro de las más grandes leyendas del jazz, el blues y el soul. Amy, la muchacha (eso era) bulímica cuyo corazón no soportó las subidas y bajadas a las que lo sometió con su cóctel explosivo de drogas, alcohol y agitación vital, y cuya alma andaba profundamente herida desde la separación de Fielder-Civil. Amy, esa chica tan sensible que en sus orígenes encontró en la música la vía de escape para comunicarse, y que comprobó que las vías habían sido taponadas por terceros.

El documental “Amy (la chica detrás del nombre)” seguro que ha hecho derramar ríos de lágrimas, y aunque absolutamente recomendable, solo nos muestra lo que quiere mostrarnos: ni incide en la culpa de quienes deberían haberla protegido ni nos explica quién fue de verdad Amy Winehouse, la diosa de la voz profunda, la compositora que de las tormentas interiores levantaba belleza en forma de canciones con vocación de eternas, cuál era su poder, qué diantres escondía en su fraseo, en una cadencia vocal que con solo dos discos logró poner de acuerdo a público, compañeros de oficio y crítica. Eso es lo que deberíamos explicar en el futuro, esa es la tarea que resta por hacer, pero, por ahora, su muerte está demasiado próxima y condensa demasiado bien el sentido de la información en el siglo XXI: “la mejor noticia es que te mueras”. Aunque Amy no murió un sábado de julio de 2011, lo hizo mucho antes.

 

 

Anterior entrega de la semana especial: Diez (maravillosas) versiones que hizo Amy Winehouse.

 

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