40 años de “Born to run”, el ruido y la furia de Springsteen

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«Poesía soul y nostalgia en tiempo presente. Melodías épicas y elegantes arreglos e interpretaciones que exudan una pasión casi suicida»

 

«Born to run», una de las obras eternas del rock and roll, celebra mañana cuarenta años de su lanzamiento (se publicó el 25 de agosto de 1975). Julio Valdeón nos ayuda a recordar la grandeza de este álbum inmarcesible, mediante este homenaje a un disco de los que hay que tener sí o sí.

 

 

Texto: JULIO VALDEÓN.

 

 

Algunos discos no caducan. Viven al ritmo de su leyenda y cuando repiquetean comprendes de nuevo porque un día te enamoraste del rock and roll. Algo así le sucedió al entonces crítico de rock Jon Landau, la célebre noche en que sintiéndose viejo, aunque no tenía ni treinta años, acudió a un bar donde tocaban Bruce Springsteen y la E Street Band. Salió convencido de que había redescubierto la música. Poco después Landau pasaba a coproducir el que sería tercer disco de Springsteen. Todo o nada. Primero de los suyos al que Columbia Records había proporcionado un presupuesto acorde con la creciente fama del de Nueva Jersey. Hasta entonces Bruce se había conformado con registrar sus álbumes en condiciones precarias. Encerrado en estudios cutres. Mientras a su alrededor crecía el culto de quienes le habían visto tocar y estaban convencidos de hallarse ante el continuador del poder y la gloria del rock.

¿Cómo estar a la altura? ¿Cómo sobrevivir a la etiqueta de Nuevo Dylan, urdida por los agentes de marketing de la disquera? ¿Cómo evolucionar, superarse y, en fin, lograr el éxito comercial para evitar que la todopoderosa Columbia no te despida y al mismo tiempo mantenerte fiel a la promesa que algunos, los críticos más perspicaces, ya detectaron en “Greettngs from Asbury Park, N.J.”, y “The wild, the innocent & the E Street Shuffle”?

La respuesta, catorce meses de trabajo obsesivo, con Springsteen y los chicos de la Banda de la Calle E en el legendario Record Plant de Nueva York. Convencidos de que se hallaban ante la última bala y peleando hasta el final para plasmar las sinfonías callejeras, el ruido, la majestad y la furia que latían en la cabeza de un Bruce empeñado en hacer, de una vez para siempre, historia.

 

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El milagro no es ya que lo lograran, que el resultado sea uno de los grandes discos de los setenta. Una obra poderosa. Romántica sin sentimentalismo. Sentimental sin sacarina. Dura y desprovista de cinismo. Sino que sus propios deseos, esa ambición bigger than life, no sepultara “Born to run” bajo un alud de grandilocuencia y exceso de seriedad. Al fin y al cabo el rock que Bruce tenía en mente, las sinfonías de Phil Spector junto a las Crystals y las Ronettes, el romanticismo de Roy Orbison, la desesperada actitud de los protagonistas de Elia Kazan, el fiero swing de Jerry Lee Lewis, la capacidad para sintonizar con los anhelos de su generación de los Animals, era un arte vitaminado pero fresco, grande sin pretenderlo, envolvente sin aspavientos. No es fácil, no, recoger esa herencia sin, por un lado, recocerla y, por otro, tropezar en el cliché.

Para lograrlo necesitas, primero, un sonido brutal, envolvente, y también puro. Como recién estrenado. Justamente, la clase de sonido, homenaje descarado y glorioso al mono de los pioneros, que “Born to run” respira por cada poro.

Después está el asunto de las canciones. Tampoco basta con una colección de medianías, imitaciones baratas, estribillos resultones, etc. No. Requieres un material de primera magnitud. Capaz de sintetizar la visión del autor, esa certidumbre de rendir un último homenaje a la adolescencia con los mimbres de todo el cine y toda la música absorbidos cuando aquellas películas y aquellos discos y aquellas promesas de juventud eran cuestión de vida muerte. Las canciones de este disco, de ‘Thunder road’ a ‘Born to run’, de ‘Backstreets’ a ‘Jungleland’, las cuatro que abren y cierran las dos caras con perfecto sentido del drama, así como las joyitas que brillan en su interior, ‘She’s the one’, ‘Night’, etc., son un compendio de verborrea implacable y barroquismo desnudo. Poesía soul y nostalgia en tiempo presente. Melodías épicas y elegantes arreglos e interpretaciones que exudan una pasión casi suicida. Entre la elegía y el fanatismo. Engendradas por un fulano que escribía como los mejores y nunca caía en la mera fotocopia o el seguidismo. De alguien, en fin, iluminado. Que durante los siguientes diez años alumbrará una discografía monumental. Desesperanzada. Imprescindible. Equiparable a la mejor racha de, un suponer, Van Morrison. Al que tanto debe, para bien, “Born to run”.

 

 

Pero en Springsteen no hay misticismo, naturaleza, ecos de ríos que titilan y bosques neblinosos, sino asfalto y neones, la carretera como poema homérico, los discos de 45 revoluciones por minuto y una ventana abierta, en una calle oscura, de la que brota, durante cinco minutos, una canción irresistible de Sam Cooke, mientras el protagonista, Bruce, nosotros, cualquiera, apura los últimos minutos de grandeza con una mezcla de ardor y devoción y poco después arranca el coche, abandona la ciudad y sale zumbando como un antihéroe solitario en busca de esa noche americana que homenajeada en “Born to run” perpetuará su aullido y tristeza, su fervor y su muerte, en obras como “Darkness on the edge of town”, “The river”, “Nebraska” y “Born in the USA”.

 

 

No es cuestión de gustos. Si “Born to run” te deja frío. Si al escuchar que alguien lo menciona encoges los hombros y sonríes irónico. Si eres de los que juzgan a un artista no por la obra sino por la consideración comercial que esta merece, y harto del culto al éxito, y de que hasta tu tía adore a Springsteen, arrugas los morros y escupes “puag, uf y bah, Springsteen no mola, suda demasiado”. O sea, si preso del esnobismo sacudes la cabeza y pasas de darle una oportunidad a este disco mayúsculo. Si no te mata. Si no te eleva. Si no te redime y te limpia. Si no lo llevas tatuado a la memoria como un templario su escudo o una hoguera las brasas. Si te resistes a su encanto y sus dagas, su lumbre que huele a vinilo derretido, sus promesas rotas, sus lamentos, sus pianos y sus guitarras, su armónica entre cardos, su belleza, su brisa, su nostalgia, entonces, amigo, el rock and roll no es lo tuyo. Es posible que tampoco disfrutes con Chuck Berry y John Ford, Carson McCullers y John Huston, los discos de Atlantic y los de Sun Records, los Beach Boys y The Band. No importa. Tranquilo. Hay otras voces y otros ámbitos, que diría Capote, para gozar. La papiroflexia o el fútbol. O el indie de una marca de cervezas. O el Sónar. (Casi) cualquier cosa menos “estas aventuras en la oscuridad”, estos “incidentes de furia malgastada” y “este viaje hacia el terror” que, en palabras de Greil Marcus, “se resuelve como un viaje hacia el deleite”.

 

 

 

 

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